– Vengo a entregarte una carta de amor, pero del bueno, nada de tonterías sin sentido como en las pelis.
– Vale, genial. No hace falta que me cuentes qué dice tu carta, o tu cuento, o lo que sea que hayas escrito sobre el amor. Simplemente es tuyo, yo sólo lo escondo– siempre hay que repetirlo, como si la vida de cada persona fuese imprescindible en la mía.
– No es un «lo que sea» de amor, es nuestro cuento– contestó ella.
– ¿Nuestro?, ¿tuyo y mío?
– Mío y de mi futuro novio. Es que aún no le conozco– dijo sonriendo y arqueando las cejas.
– ¿Has escrito algo para alguien que no sabes quién es?– pregunté perplejo.
– Pues sí, pero eso es lo de menos, ya sé cómo es, de sobra. Ya sé que tendrá una voz como los narradores de las películas de suspense, ya sé que no tendrá televisión en su buhardilla del centro, y ya sé que odiará afeitarse solamente porque yo se lo pida. Sé que lleva slips y no boxers, porque le aprietan, y que prefiere la sopa de fideos a la de pan. Yo ya sé lo suficiente, como que le gusta tanto el jazz que se compró ese saxofón que ahora coge polvo en una esquina, al lado de su colección de cómics negros; y que odia los bares porque dice que son el negocio más fructífero y aprovechado de la historia, junto a las aseguradoras, claro.
– Realmente le conoces, sí. Aunque él a ti no.
– Todavía– suspiró.
– Todavía. ¿Y dónde quieres que lo esconda?
– Me ha costado muchísimos días decidirlo, porque también sé que él es muy despistado. Siempre pierde las llaves del coche por las mañanas, y me despierta por culpa de sus maldiciones y sus pataleos infantiles. Es demasiado despistado, tanto que confunde la sal con el azúcar, y todos los pasteles nos saben a empanada. Pero da igual, ahí estoy yo para ayudarle. Porque le conozco bien.
– Entonces, ese lugar que tanto has pensado es…–comenzaba a impacientarme, no tenía todo el día.
– Todas partes, no vaya a ser que no lo encuentre. Tengo aquí cerca de quince kilos de fotocopias con mi cuento. Quiero que vayas dejando una en cada buzón, una en cada librería y en cada cine. Tampoco te olvides de los parques, estaciones de autobuses y plazas con aristas, que le gustan mucho. También puedes ir dejándolos en portales curiosos, en las puertas de los museos y en todas las escaleras de caracol que encuentres. Así yo creo que hasta él será capaz de encontrarlo. Eso espero. Toma, aquí tienes las copias. Imagino que será un poco complicado llevar todo esto en tu bici, pero tú eres el faro viajero, sé que podrás.
– ¿Cómo, de verdad pretendes que vaya recorriéndome la ciudad sólo para ti y tu cuento? Creo que no has entendido muy bien mi trabajo. Yo no soy el repartidor de nadie, no voy dando folletos a cada persona que se me pase para venderle una aspiradora, una enciclopedia, o una novia. Tú me das un cuento, un lugar para esconderlo, y lo escondo. Pero tu idea me supera. No has escrito nada para alguien, has escrito algo para nadie, y esperas que cualquiera se dé por aludido.
– ¿Estás suponiendo que mi novio no me quiere? ¿Quieres decirme que estoy sola? Le conozco demasiado bien como para saber que me ama, que él ya está buscando mi cuento, pero que no puede encontrarlo. Por eso acudo a ti, para que me ayudes, que lo hago por amor– me contestó. Había tocado su vena sensible, y creo que tampoco es ese mi trabajo.
– ¿Por amor?– pregunté, intentando suavizar la tensión.
– Pues claro, ¿por qué si no iba a pedirte esto? Lo hago por amor. Y por amor, a los cuentos, te pido que me ayudes.
– Por amor… veré que puedo hacer.